Hablar de igualdad no es del todo sencillo, menos si queremos hacerlo de una forma comprensible e integradora de las diferentes maneras en las que la igualdad puede ser entendida. Aunque independientemente de la forma en la cual se analice, esto es, desde debates filosóficos, económicos, políticos o jurídicos, en todos se parte, llega o transita en el intento de dar respuesta a las ya clásicas preguntas: ¿iguales en qué? ¿Iguales de qué? ¿Iguales para qué?
De todas esas posibles preguntas y respuestas, me interesa destacar aquí la noción de igualdad ante la ley que, aparece ante todo como la exigencia de que toda la ciudadanía (en el Derecho Constitucional clásico), todas las personas (en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos) se hallen sometidas a las mismas normas y tribunales, que se les apliquen las mismas leyes, con las mismas consecuencias, cuando se encuentren en los mismos supuestos y se les diferencie cuando no lo están. Esto es, que la ley debe ser idéntica para todos y todas, sin que exista ningún tipo de privilegio, ni jurisdicción especial para unos cuantos, sin que se considere como tal una diferencia objetiva y razonable que busque eliminar la desigualdad.
Pero si es así, ¿por qué personas históricamente discriminadas siguen en muchos ámbitos sin encontrar justicia? ¿Por qué los sistemas legales y de justicia invisibilizan las desigualdades? ¿Por qué los sistemas legales y de justicia no han logrado poner fin a la discriminación y el racismo?
las primeras ideas de igualdad se construyeron excluyendo
Respuestas a lo anterior hay muchas y desde varios ángulos, pero todas tienen un mismo “hilo conductor” que suele olvidarse aunque está anclado al origen conceptual de la igualdad: las primeras ideas de igualdad se construyeron excluyendo. Eran iguales “los hombres”, “los ciudadanos”, “los hombres libres”. La igualdad se construyó para limitar algunos privilegios, pero sin incluir a toda persona, sino tan sólo a esos “hombres ciudadanos libres”.
Frente a los “puntos ciegos” de esa igualdad desigual de origen se desarrolló la idea de no discriminación y se nombraron a las personas que habían sido excluidas por su género, su color de piel, su origen nacional, su origen étnico, su posición social y todas las demás que con el pasar del tiempo nos hemos dado cuenta que también habían quedado excluidas de la igualdad. Lo que ya no se pudo revertir con el nuevo concepto es la opresión y las estructuras de desigualdad que se generaron; los estigmas, cargas y desventajas que creó aquella primera exclusión.
Hoy no se pueden eliminar simplemente con leyes o términos novedosos todas esas estructuras visibles e invisibles pensadas sólo para un tipo de personas, especialmente porque no se puede perder de vista que gran parte de los sistemas legales que buscan revertir las desigualdades, incluidos los de derechos humanos, se han creado desde el privilegio por “los no discriminados”, muchas veces sólo después de la muerte, rebelión o empoderamiento de quienes históricamente han sido excluidas. Pero en todo caso, los puntos y comas finales se han puesto desde el privilegio. Y desde ahí mismo se han construido muchas de las teorías que se popularizan como soluciones novedosas.
Así, si bien los sistemas legales y de justicia recogen y reconocen los triunfos y concesiones por la igualdad y no discriminación, en su esencia, origen y funcionamiento se mantienen anclados en esos privilegios históricos que, por regla general, los hacen inmunes a un sentido amplio de humanidad, insensibles frente a las desigualdades estructurales, pasivos ante la continuidad de las opresiones y fieles defensores de las bases de dichos privilegios.
Situaciones todas fáciles de demostrar cuando se lee una sentencia del tribunal de derechos humanos de Europa que condiciona el ejercicio de derechos fundamentales de personas migrantes en un país europeo a la “legalidad” de su entrada o la conducta que tienen al pretender entrar, como si ese hecho les hiciera “menos humanos”. Cuando un tribunal constitucional no encuentra relevante el analizar si las identificaciones y detenciones que por perfil étnico practica la policía respetan los derechos fundamentales como si fuera normal tratar así a quien parece diferente a las mayorías de un país. Cuando jueces y magistrados prefieren archivar investigaciones que denuncian actos racistas o xenófobos antes que poner en duda actuaciones policiales o valorar sin prejuicios las declaraciones de personas que no tienen sus orígenes en ese país. Cuando se ha normalizado que leyes de migración y extranjería o tratados de derechos humanos excluyan el reconocimiento de derechos, por ejemplo, de participación política a personas que viven en una comunidad pero no tienen la nacionalidad de ese lugar, entre muchos ejemplos más que se podrían poner.
La realidad nos demuestra que una “justicia para iguales” es injusticia en potencia
De esa forma, la realidad nos demuestra que una “justicia para iguales” es injusticia en potencia, pues los sistemas, instituciones y, en muchos casos, personas que tienen a su cargo esa función sólo son capaces o están obligados a ver el ámbito de desigualdad que los sistemas de justicia creados desde el privilegio les permiten ver.
Nada de lo anterior significa que todo lo existente no sirva o sea tiempo perdido. Tan sólo significa que si en verdad queremos transformaciones de fondo, “justicia para todas y todos”, primero debemos ser conscientes que incluso desde los derechos humanos seguimos excluyendo.
Karlos Castilla, doctor en dret especialitzat en drets humans i membre del Consell de SOS Racisme.
*Aquest article ha estat originalment publicat en català al portal Xarxanet.