La odisea diaria de visitar a los familiares en el CIE

 Es la hora de las visitas. Tras la reja, los visitantes esperan en un habitáculo junto al aparcamiento su turno para acceder al centro. Fuera, el sol calienta con fuerza las desérticas calles del polígono industrial. La incertidumbre y los nervios reinan en el ambiente. Los visitantes aguardan con ansiedad. Cinco, diez o 15 minutos, nunca lo saben con certeza, porque “depende de cómo les dé a los polis”.

Las puertas del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la Zona Franca de Barcelona se abren cada día entre las 17.00 y las 19.00 horas a los familiares y amigos de los internos. 

Es la hora de las visitas. Tras la reja, los visitantes esperan en un habitáculo junto al aparcamiento su turno para acceder al centro. Fuera, el sol calienta con fuerza las desérticas calles del polígono industrial. La incertidumbre y los nervios reinan en el ambiente. Los visitantes aguardan con ansiedad. Cinco, diez o 15 minutos, nunca lo saben con certeza, porque “depende de cómo les dé a los polis”, afi rma un hombre de unos 40 años. Ése será el tiempo que podrán hablar, a través de un interfono y con un cristal de separación adherido a una reja amarilla, con sus seres queridos. Nada de contacto físico, nada de intimidad. Un agente de la Policía Nacional grita desde la puerta, ubicada a unos 20 metros, el turno del siguiente. DNI o pasaporte y el nombre y el número del interno son los requisitos que solicitan a aquellos que van a entrar. “¡Apaga el móvil!”, es lo primero que dice el agente a la redactora de Sí cuando entra a visitar a un interno del que ha obtenido el contacto a través de la asociación Papers per a Tothom.

“No digas que eres periodista. Si no, no entrarás”, le habían advertido las voluntarias de la asociación a las que acompañaba. El director del centro está, coincidencias de la vida, en la recepción. “Dile a tus compañeras de la asociación que les dejamos entrar siempre que traigan número y nombre”, dice secamente, confi ado en que no trata con una periodista, sino con una representante de la ONG. Y es cierto, les permiten acceder. Eso sí, la entrada está restringida a la sala de visitas, nunca al interior del centro, que es lo que las organizaciones de defensa de los derechos de los inmigrantes reclaman desde hace años. Porque lo que quieren es comprobar de primera mano las condiciones en las que se encuentran los internos.

Y tener contacto con ellos más allá de los pocos minutos de conversación que obtienen como visitantes. Y, como de momento, impera este hermetismo, la información que se obtiene del interior es únicamente a través de los testimonios de los internos. Y ellos, en muchos casos, temen las represalias. Sí intenta en vano concertar una entrevista con el director del CIE. Se deniega “por órdenes de la superioridad”.

En cambio, Fina Castellví no falta a su cita diaria. Su novio, el uruguayo Santiago Muñeca Gadea, lleva más de 20 días “encerrado” (ayer viernes tenía que subir al avión que le deportaría a su tierra). “Yo me iré para allá en cuanto pueda, porque mi país me ha decepcionado”, asegura esta catalana con resignación. Como este reportaje se publica cuando Santiago ya ha aterrizado en Montevideo, no tiene problema en hablar. Antes no quería para que no le perjudicara a él. Este miedo no sólo lo tiene ella. Muchos de los familiares prefi eren no dar nombres. Sí hablan, pero no dan nombres. Fina está “bastante afectada” aunque tranquila, porque al menos “se acaba esta pesadilla”. Tenía planes de boda con su novio antes de que lo detuvieran. Ahora piensa ir a Uruguay para casarse. “Veremos cómo queda psicológicamente. Porque no hay derecho a esto. Lo tratan como a un criminal, cuando lo único que ha hecho es no tener papeles”, zanja Fina.

 

Noticia recollida de "Sí se puede"

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