Por: iki açai piña narváez
Nunca me ha gustado empezar un escrito desde la violencia de la abstracción, ni desde esa universalidad que lo homogeneiza todo y borra cada marca de memoria. Siento que tiene más fuerza escribir para honrar a mis ancestrxs y a la tierra. Rendir tributo a las Tidawinas, a Exú, la Pombagira, Oxumaré y la Guaichía.

Siempre he dicho que nunca fui lo suficientemente nada, o quizás, lo suficientemente todo. Y ese “todo” lo entiendo como algo que no puede ser leído ni comprendido por una sensibilidad mutilada por este mundo tal cual está.
Desde peque me preguntaban: “¿Eres niño o niña?” En su momento era una pregunta que me dejaba pensando, y esa pregunta incisiva tenía que ver con las marcas que este mundo pone sobre ti, sobre mí, y quizás sobre todo cuerpo que huye de los estándares de la humanidad. Siempre había risas cómplices por cómo hablaba, cómo caminaba, cómo me paraba, cómo me sentaba… incluso por mi apellido: Piña. Que rimaba con “niña”.

Piña-niña, piña-niña, piña-niña, piña-niña…
Eso me cantaban en el recreo. La verdad, no me disgustaba. Nunca entendí por qué para el resto eso era un insulto, y siempre me pregunté: ¿cuál es el género de la piña?
Esta reflexión no tiene que ver con una sobreexposición intimista ni identitaria sobre mí como cuerpo excepcional en este mundo. Incluso, no tiene que ver exclusivamente conmigo.

Esto tiene que ver con el genocidio originario contra los cuerpos que no responden al ordenamiento del mundo tal cual está. Ese genocidio ha sido contra los cuerpos travestis, sodomitas, “practicantes de nefando pecado”. Es el genocidio que marca el inicio del proyecto civilizatorio de la cisheterosexualidad colonial: un proyecto inacabado que se reactualiza constantemente.
El proyecto occidental de la cisgeneridad, bañado de purpurina rosa, incluye el exterminio del pueblo palestino.
Incluye la laicidad como proyecto de razón de Occidente que niega todo misterio.

El proyecto occidental de la cisgeneridad incluye la escuela como dispositivo cisgenerificante, incluye la universidad como máquina reproductora de epistemologías cisgénero de herencia colonial. Incluye a los museos europeos como cómplices de memoricidios.
“El Nuevo Mundo marcó el robo del cuerpo”, señala Hortense Spillers.
Ese proceso colonial también marcó el robo del tiempo (Fred Moten). Ambos procesos, simultáneos, implicaron un corte intencional y violento del cuerpo cautivo, privado de su voluntad: cuerpos negros, afrodescendientes, indígenas.

Bajo estas condiciones, nuestros cuerpos se convirtieron en territorio de maniobra cultural, de experimentación para Occidente. Y entre esas maniobras está la invención del género como sistema colonial de imposición.
Aun así, los misterios siguen operando. Nuestro cuerpo fue capturado, pero nuestra imaginación y nuestras invocaciones espirituales no. La presencia de muchas manifestaciones de ser siempre ha prevalecido, aunque el blanco y Occidente no lo puedan ver.

No necesitamos que lo vean. No necesitamos remarcar el oculocentrismo como única forma de existir, aunque este mundo nos condene a la plantación de la visualidad.
Transitar los múltiples caminos de existencia de nuestras (s)exu-alidades es resistir la idea de género como dispositivo de prisión que construyó Occidente. Invocar a los misterios, a sus saberes y epistemologías.
Bailar la danza de todas las ánimas sodomitas que no pudieron cisheterosexualizar.

¿Qué pasaría si nuestro cuerpo no hubiese sido capturado por un sistema de sexo-género?
¿Qué pasaría si nuestro tiempo no hubiese sido robado, y hubiese existido para la construcción plena de nuestras sexualidades?
¿Qué pasaría si transitamos en los misterios de nuestras tierras para construir nuestros cuerpos, nuestras ancestralidades?