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 Cinco niños y un adolescente marroquís cruzaron el azaroso Estrecho a bordo de una barca hinchable de juguete hace un mes. Cuando miraron atrás, el chabolismo, la calamidad y la miseria se habían ahogado en los 14 kilómetros que dividen las dos orillas, y se vieron en el soñado El Dorado europeo. Por primera vez, todos los tripulantes eran niños. Los seis jóvenes miran ahora hacia el nuevo futuro en un centro de acogida de Algeciras sin percatarse de que han vuelto a abrir una caja de Pandora entre Marruecos y España.

España quiere hacer frente a los menores llegados sin compañía impulsando las repatriaciones, que según Mercedes Jiménez, del colectivo Al Jaima, «son ilegales porque cuando regresan a su país siguen en una situación de desamparo». «Por este motivo –añade–, España está obligada a protegerlos y tratarlos como niños y no como inmigrantes irregulares». Y en el lado magrebí no quieren ni oír hablar de responsabilidades sobre los menores. Marruecos no solo carece de una política social que garantice la protección infantil, sino que además «considera delincuentes a sus niños emigrados clandestinamente», denuncia Vicens Galea, educador social en Catalunya.

Mientras los dos países vecinos se ponen de acuerdo en aplicar una política concreta sobre este drama incesante, las comunidades autónomas, que tienen competencia exclusiva en materia de menores no acompañados, buscan fórmulas para hacer frente al fenómeno. Catalunya ofrece el programa Catalunya–Magrib para prevenir la emigración precoz y, al mismo tiempo, acompañar a los niños que decidan de forma voluntaria retornar a su país de origen.

«Sin documentación no podía buscar empleo, salía del centro en búsqueda de nada, estaba muy solo, no sabía qué hacer». El que habla es Adam, un menor marroquí de 16 años que acabó pasto de las condiciones precarias de los centros de acogida y de la calle. Llenaba su estómago con comida de lata, casi no se comunicaba y deambulaba ociosamente sin ningún proyecto de vida hasta que decidió regresar a sus raíces con las manos vacías. Le ayudó el programa Catalunya–Magrib, que, según su director, Andreu Camps, ofrece una solución real a cuantos han visto frustrados sus objetivos de trabajar legalmente en España. «Los que lo han conseguido son un porcentaje tan pequeño que no deben servir de ejemplo», dice Camps.

Cuando Adam volvió a Marruecos, un equipo de educadores y psicólogos del proyecto trabajaron para su integración familiar y laboral. El objetivo del programa es acoger a retornados (solo 14 niños desde que comenzó hace dos años) y a posibles candidatos a la emigración ilegal a los que sensibilizan del peligro radical de emprender una aventura a menudo trágica. «Unos 130 chicos estudian en nuestro centro en Tánger. Pueden acceder a los cursos de hostelería y construcción y una vez superada la teoría, les contactamos con las empresas del sector», explica Fátima Ilyas, coordinadora de la educación de los muchachos.

Adam no piensa repetir la experiencia de una vida clandestina en el falso paraíso español. Durante 30 días acampó en el puerto de Tánger para estudiar las posibilidades de refugio en un camión. Al final cruzó agarrado a las ruedas de un coche de turistas con destino a Barcelona. Mohamed, otro retornado de Catalunya, subió a la desesperada en el maletero de un vehículo, viaje por el que su familia pagó unos mil euros. El centro de acogida en España lo vivió como un infierno y nada arrancó de su cabeza la idea de volver a casa, a pesar de que sus padres le espetaban cada día: «Si vuelves atrás, no hace falta que vengas a casa». Entonces tenía 16 años. Con la mayoría de edad y la experiencia vivida, ya no piensa en la estremecedora frase que le empujó a él y a muchos otros: «Ver Barcelona o morir».

Fuente: El Periódico  

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